Una vela a Dios y otra al diablo


Corina Dávalos (PhD Filosofía. Coach de Liderazgo y Discurso Público)

En septiembre de 1938, el primer ministro, Neville Chamberlain había firmado, en nombre del Reino Unido, junto con Francia e Italia, un acuerdo con la Alemania de Hitler tras el conflicto de los Sudetes. Chamberlain acudió a Múnich con el ánimo de apaciguar la tensión que podría desencadenar una nueva guerra en el seno de Europa. Alemania, incumpliendo –una vez más– el Tratado de Versalles, había invadido los territorios de Bohemia, Moravia y parte de Silesia, pertenecientes a Checoslovaquia. El argumento alemán consistía en que era legítimo “rescatar” a la minoría germana que vivía en la zona, una minoría que representaba alrededor del 30% de la población. Inexplicablemente, las potencias, incluso Francia, que mantenía un tratado con Checoslovaquia que exigía a las dos naciones defender a la otra en caso de agresión, aceptaron la anexión de los Sudetes al Tercer Reich.  La Unión Soviética, también aliada de Checoslovaquia, respetó su tratado y quedó fuera de los Acuerdos de Múnich. 

Winston Churchill, recibió a Chamberlain con un discurso duro y sincero, que pronunció en la Cámara de los Comunes y del que surgió una de sus frases más recordadas: “Se le dio a elegir entre la guerra y el deshonor. Eligió el deshonor. Y enfrentará la guerra.” Dicho en castizo: “No se puede encender una vela a Dios y otra al diablo.” Churchill tenía razón. Chamberlain no tuvo más remedio que declarar la guerra a Alemania un año más tarde, tras la invasión de Polonia. “No se puede encender una vela a Dios y otra al diablo.” Una frase que debería retumbar en la conciencia de cada individuo, de cada sociedad y, especialmente, en los miembros de la clase política. Quienes eligen entrar a la vida pública, como funcionarios de carrera o como políticos profesionales, deberían tener claro que, tarde o temprano, el deshonor, la deshonestidad, tocará a su puerta, Quienes deciden dejarla pasar, no deben olvidar que están eligiendo su propia desgracia. Ese mal terminará regándose y destruyendo su propia vida y también a la sociedad en su conjunto y a la democracia como sistema. 

La corrupción se parece mucho al virus que ha puesto al mundo de rodillas. Empieza con unos pocos casos que parecen intrascendentes y, en menos de lo que canta un gallo, se extiende de tal manera, que es prácticamente imposible frenarlo y menos erradicarlo. Es más fácil encontrar una cura para el Covid-19 que para la corrupción. En el fondo, detrás de cada acto corrupto, hay un vicio moral: la envidia, la avaricia, la pereza, la impaciencia, el orgullo, la codicia, la vanidad y un largo etcétera que quizá, habría que dejarlo para un tratado de Ética y se quedaría corto. La corrupción tiene un problema añadido: nunca es una enfermedad individual, siempre afecta a un grupo, más grande o más pequeño, de gente que ha consentido en tomar partido por la inmundicia e iniciar un descenso moral cuyos límites siempre tienden a expandirse. No hay corrupción en el ámbito público que no involucre a quienes se mueven en la esfera de lo privado, de la sociedad civil. Personas, empresas, corporaciones, asociaciones, ONG´s, universidades, familias enteras, pueden contraer la infección con una rapidez sorprendente. 

Es doloroso y ultrajante entrar en Twitter o poner las noticias y ver que hay un nuevo caso de corrupción –en un día bueno– porque en los malos, saltan varios, como pústulas que estallan en un cuerpo enfermo. Es más indignante si estas deformaciones suceden en medio de una epidemia que se ha llevado por delante a 4.300 ecuatorianos, según las cifras oficiales, a día de hoy. Personas, familias rotas, padres, madres, hijos, abuelos, sobrinos, tías, amigos, conocidos. Con nombre y rostro. Con una vida que se ha truncado porque no consiguió un respirador, una cama en cuidados intensivos, una botella de oxígeno. Personas que reían, soñaban, querían y eran queridas. De ellas sólo queda la ausencia que se traduce en fajos de billetes escondidos en algún lugar maldecido.

Hasta ese punto de deshumanización llevan los vicios que han necrosado el alma de demasiados ciudadanos. Y desde allí, se ha diseminado hasta en los rincones más insospechados, dejando la estela de su podredumbre maloliente. El problema con los vicios morales es que, en primer lugar, nublan la conciencia. Llega un punto en que, todas las barbaridades que vemos a diario, como cobrar por devolver el cadáver de un ser querido o aprovechar las compras públicas para enriquecerse matando; llegan a parecer a quien lo hace, un estilo de vida aceptable. Incluso, se creen mejores que los demás, porque han burlado al sistema, han sido más listos, más hábiles, más ingeniosos. Se engañan. Tarde o temprano, ese dinero maldito, les arruinará la vida. A ellos y a sus familias. Son los más tontos de los tontos.

A grandes males, grandes remedios. No sólo se trata de endurecer las sanciones, de cambiar leyes, de perseguir a los corruptos con más tesón y firmeza hasta llevarlos a los tribunales y enviarlos a la cárcel. Esa es sólo una parte de la curación. Cuanto mayor sea el castigo, mayor esfuerzo se necesitará para doblegar la conciencia y delinquir. A pesar del daño que ha causado la corrupción en las últimas décadas, los legisladores no han sido capaces de poner esa barrera adicional. 129 asambleístas votaron en contra de la incautación de bienes de los sentenciados por actos de corrupción. ¿Cuándo han visto un alacrán clavándose a sí mismo su aguijón? 

Pues eso, el remedio es tan grande que requiere un remedio casi milagroso. Requiere una auténtica conversión, una catarsis, un cambio radical. Necesitamos realizar un mea culpa colectivo; individual, social, cultural y político. El remedio sólo podrá venir de un vuelco moral que se sienta como un temblor, que resuene como la tierra que se agrieta durante un terremoto, que se escuche como el grito de auxilio de un país que ya no resiste más tanta maldad. Necesitamos reconstruir los cimientos de nuestra nación, porque está derrumbada, nos movemos entre los escombros que ha producido el abuso del poder, la ambición desenfrenada, la horrible indiferencia de quienes han hecho la vista gorda, la estúpida tolerancia de los honrados que son cómplices por su silencio. 

Podrán llamarme curuchupa, moralista, puritana, ingenua, ilusa o idealista. Háganlo. Pero, en el fondo, saben que esto es lo que pide –desesperadamente– la triste realidad de un Ecuador derruido. Un país quebrado económicamente, desesperanzado ante un futuro oscurecido, aterrado por lo que pasará cuando pase la epidemia. Un Ecuador que no es el que queríamos, pero que por acción o por omisión hemos creado a pulso. 

Cada ecuatoriano debe hacer un examen de conciencia y reflexionar acerca del futuro; de cómo quiere usar su libertad en adelante, de cómo desea que vivan sus hijos y sus nietos. Es hora de despertar y asumir la responsabilidad que cada uno tiene en el cambio que desea y, sin embargo, no cultiva. Se nos llena la boca hablando de la necesidad de volver a una sociedad con valores y principios. «Valores y principios», palabras que se han quedado vacías de significado por falta de práctica. Los valores, aquello que es valioso por ser bueno, o se hacen vida o se vuelven un espejismo, una ilusión, una fantasía que abrazamos para no hacer el esfuerzo de meter esos valores en lo que hacemos a diario, cotidianamente, en todo y siempre. 

No hay magia. No hay jarabe para reparar el alma. Ser buenos gobernantes, ser buenos servidores públicos, ser buenos empresarios, ser buenos trabajadores, ser familias buenas, ser buenas personas conlleva una lucha permanente contra la tendencia humana a caer en el error, en la injusticia, en la bajeza. Cada persona es un don para el mundo. Cada uno tiene tanto, ¡tanto! que aportar desde la libertad que elige la grandeza. Una grandeza que sólo surge desde la humildad del trabajo bien hecho, de la magnanimidad que nos saca de la pequeñez de perseguir solamente los propios intereses sin pensar en el bien del otro, en el bien común. Paul Ricoeur, el gran filósofo francés, lo resumía en una frase poderosa y profunda. Ricoeur definía la ética como «la realización personal de una vida buena, con y por los otros, en medio de instituciones justas». 

En esta apuesta que es la vida, no hay medias tintas ni zonas grises. No hay circunstancias que sirvan de excusa, ni interpretaciones subjetivas que nos sirvan para escapar de la responsabilidad de vivir, de decidir. O elegimos libremente la vida buena y peleamos nuestro personal combate interior que se reflejará fuera en nuestras acciones, en nuestro ejemplo, en nuestro estilo de vida; o elegimos que la libertad sea esclava de nuestras bajezas y nuestras miserias. Habrá quién libre esta batalla sólo en el ámbito humano, de la ética común. Habrá también quién lo conciba, además, como una lucha espiritual, religiosa. Es su opción y su derecho. En todo caso, todos tenemos la responsabilidad de elegir. Ya hemos elegido muy mal como sociedad y el resultado salta a la vista: miseria y más miseria. Pobreza material y pobreza moral. Tú, ahora que puedes pararte y decidir nuevamente, hazte esta pregunta y responde con sinceridad y valentía. ¿Qué vas a elegir? Y asume las consecuencias.

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