SEÑORES ASAMBLEÍSTAS: DIGAN ¡NO!


Corina Dávalos (PhD) 
@acdavalost

El martes, la Asamblea Nacional se reunirá para “conocer y resolver sobre el Informe para Segundo Debate del Proyecto de Código Orgánico de Salud”, casi nada. Quienes acudan al pleno virtual, decidirán sobre nuestra salud, la de nuestros hijos y nietos.

Tras leer el texto final, que se debatirá y votará el 25 de agosto, me quedo inquieta y desconcertada. Me sorprende que el texto –implícita o explícitamente– contradice ciertos mandatos constitucionales y, por otra parte, se apoya en conceptos inexistentes. Esto denota ignorancia, por una parte y, cierta ingenuidad respecto a las consecuencias no deseadas, que podría tener la aplicación del código, si lo aprueban. Por ahora me centraré en uno que considero más importante porque implica un atentado directo contra la vida. Vida, que –por cierto– protege la Constitución. 

El Art. 196 propone “la reproducción humana asistida”. Hablar de reproducción humana tiene, de por sí, un sesgo preocupante. Los humanos procreamos; los animales se reproducen. Lastimosamente ya nos han acostumbrado, en el debate público, en los medios, en las legislaciones, a olvidar este matiz tan importante para comprender la condición humana.

Personalmente, estoy acostumbrada a ver reproducciones asistidas en animales, porque de pequeña me crie en el campo, entre sementeras de papas y vacas. Veía con gran naturalidad cómo llegaban los veterinarios, se ponían unos guantes plásticos ¡larguísimos¡, tanto que les cubría hasta más allá del hombro. Le amarraban la cola a la vaca para que no estorbara, se subían en un banquito y metían las pajuelas del semental en las entrañas de la vaca, tan hondo, tan hondo, tan hondo; que parecía que el animal iba a succionar al veterinario entero por aquel conducto.

Como dice Víctor Frankl, “el amor es lo que da categoría humana a la sexualidad”. Lo natural en el ser humano es procrear a través de un acto sexual, que –no en vano–, en el lenguaje coloquial, en prácticamente todos los idiomas, se le llama “hacer el amor”. Ese “hacer” no sólo involucra a la pareja, también involucra a ese amor que se convierte en otra vida que aparece a través de esa íntima unión: el hijo. Dos células separadas se juntan y en pocos segundos se transforman en una vida nueva. En un regalo del amor.

Ese amor que está, o debería estar (porque la dignidad humana lo pide y lo merece), en el principio de la vida, se alarga y se multiplica convirtiéndose en cuidado, atención, ilusión, temor, esperanza y, desde luego, responsabilidad presente y futura de la crianza y el cuidado de esa personita. También cambia –dramáticamente– el modo de entenderse a sí mismos, individualmente y como pareja, ese hombre y esa mujer, que son, desde el momento de la concepción y para toda la vida, padre y madre. Impresionante.

Durante el siglo pasado, se descubrieron técnicas y modos de separar–artificialmente– esta realidad natural que brota de la dignidad de la persona. La ciencia a veces actúa de manera despótica contra la naturaleza humana. Se abre la posibilidad de romper este proceso asombroso de la procreación en todas sus facetas, y convertirlo en un acto técnico-científico. Las intenciones pueden ser muy buenas, pero los resultados son amargamente inhumanos.

El código habla de “las técnicas de reproducción humana asistida” (no especifica cuáles) como una manera para conseguir un hijo.  Como filósofa, me sorprendió leer que estas técnicas se podrán realizar cumpliendo los requisitos que ponga la autoridad sanitaria y la “bioética universal”. Me encantaría que la comisión que redactó este párrafo me presente a doña Bioética Universal, porque ni yo, ni los expertos en Bioética, la conocemos. Y sería un placer inmenso encontrarla, ¡por fin!

No existe tal cosa como una “bioética universal”. Lo que hay es un largo debate para tratar de llegar a un consenso en la definición e implicaciones prácticas de los cuatro pilares sobre los que se sostiene esta ciencia: beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia. Las diferentes corrientes de pensamiento en el ámbito de la Bioética, todavía no logran establecer cómo se concretan estos principios en diversas situaciones. Y esto sucede porque, precisamente, hay muchas corrientes de pensamiento y no uno, universal, como recoge increíblemente el texto de la propuesta de ley. La primera en la frente.

Una de las técnicas más utilizadas, la fecundación in vitro –en todas sus variantes–, conlleva problemas éticos y bioéticos claros, además de las graves implicaciones económicas para el sistema de salud. La fecundación in vitro (en vidrio, aludiendo a un artefacto de laboratorio) consiste en fecundar óvulos fuera del vientre de la madre con el esperma de alguien, no necesariamente el que es y va a “ejercer” de padre.

La viabilidad de los embriones es variable, la técnica no es perfecta, por lo que, dependiendo del país, se decide cuántos embriones se pueden producir para ser implantados. Es decir, se “producen” un número determinado de embriones, como si fuesen cualquier otro producto de laboratorio, una aspirina, una vacuna, un supositorio, un anti-diarreico. Una vez que los tienen, los seleccionan y los afortunados van camino de ser implantados en una zona anterior al   útero de la madre, a 1 cm del fondo uterino. Si consiguen llegar a ser viables, enhorabuena.

A veces se implantan muchos, a veces sólo uno. A veces se producen, según el caso, la muerte de un embrión, de varios o todos. A veces, se producen embarazos múltiples no previstos, “problema” al que hay que darle “solución”. A veces esto, a veces aquello, siempre, vidas humanas manipuladas y sometidas a experimentación. Los embriones que no fueron seleccionados van al congelador, a otro artefacto de laboratorio para seguir experimentando, o a la basura. Esto es lo que sucede detrás del elegante nombre de fecundación in vitro.

Estos procedimientos, por cierto, cuestan la friolera de entre 20 y 100 mil dólares, dependiendo del caso. El artículo dice que “solo se autorizará este tipo de procedimientos en establecimientos prestadores de servicios de salud que cuenten con la habilitación específica para brindar estos servicios”. ¿Esto incluye a los prestadores públicos? ¿Nos van a obligar a pagar con nuestros impuestos este tipo de prácticas infanticidas? ¿No saldrán, inmediatamente, grupos exigiendo que lo deben ofrecer los prestadores públicos si sólo se prevé que se haga en establecimientos privados? ¿Se han parado a pensar, señores legisladores, dónde se están metiendo si cometen el error –y la infamia– de aprobar esto?

Una vez más, pido a los asambleístas que consideren todos los aspectos que, intencionada o inintencionadamente, esconde el texto, lo que no es evidente a primera vista, lo que no consideramos con suficiente atención y profundidad. Este tipo de leyes hacen que el hombre sea cada vez más extraño al hombre mismo. Nos distancian de lo verdaderamente humano. Una de las lecciones que nos ha dado la pandemia ha sido justamente esta: necesitamos volver los ojos a lo esencial, a lo que el consumismo, el abuso de la técnica y la ciencia no nos dejaban mirar. Y si algo es esencial en el ser humano es conocer y amar. Si separamos el conocimiento del amor y el respeto que cada persona merece por su propia dignidad, se producen estas distorsiones perversas.

Señores legisladores, el martes tendrán que decidir por todos los ecuatorianos. Y los ecuatorianos amamos la vida. Nos pronunciamos en favor de la vida en las calles de todas las ciudades, ¿recuerdan? No nos conviertan en lo que no somos ni queremos ser: cómplices del silencioso asesinato de niños, cómplices de darles un destino incierto mientras esperan vivos, inconscientes y congelados en la oscuridad de un refrigerador de laboratorio. Los ecuatorianos no somos así. Los ecuatorianos no queremos ser así. Hagan su trabajo y hablen por nosotros. Hablen también por esos hijos de nuestra estirpe que no merecen ser tratados como un pieza de materia muerta. Hablen por el ser humano: ¡digan NO!

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