El domingo en la noche me fui al teatro Patio de comedias, a los años. Tenía mucha emoción por ver esta obra, la última de la temporada. Llegué a la 19 de septiembre y 9 de octubre, entré por un portón, crucé una acogedora cafetería que está de antesala, pasé un pequeño patio interior, donde el frío me llegó a la médula, y entré. 
Expectativa, silencio y oscuridad. El doctor Ayora, hermano del Alcalde del pueblo, ha contagiado a todos su ilusión por crear un balneario que constituya la esperanza económica del pueblo, esta iniciativa le ha ganado el aprecio y admiración de los pobladores. Pero algo no está bien, ha empezado a dudar: se han presentado casos de enfermedades cutáneas e intoxicaciones que lo inducen a hacer análisis de las aguas del balneario. Él descubre que el agua de las vertientes, del río, de las tuberías y de las piscinas del balneario están completamente contaminadas; comunica, lleno de ingenuidad y esperanza, sus impresiones al poder (su hermano), al periodista de La voz del pueblo, a la clase alta (que es la dueña de las avícolas que ensucian el agua con material de desecho) y a la representante de los empresarios y la clase media. Evidentemente, la única solución posible es muy costosa y demorará la inauguración del balneario; ante la mirada atónita del espectador, nadie apoya al doctor: todos revisan la manera en que se ven afectados sus intereses, le dan la espalda y hasta lo llegan a considerar un enemigo del pueblo. 

En determinado momento, la frustración del Dr. Ayora lo hace estallar e increpa a la audiencia por la falta de apoyo, por ser un pueblo indolente y cobarde, por su silencio cómplice ante tanta corrupción, vergüenza y cinismo; por preferir seguir como espectadores cómodos que aseguran su puesto y «buen nombre» en una sociedad que ha perdido la noción y la necesidad de defender la verdad y decide fabricar una «realidad» conveniente y a su modo. En este momento la tensión es tal que uno, simple espectador, siente incontrolables ganas de pararse y hablar; me arde la cara y la garganta y quiero explicar que uno no es parte de aquello, que apoyaría al Dr. Ayora ante cualquier institución. Lo bueno es que mediante un juego dramático, los actores terminan cediendo la palabra a la audiencia y muchos logran expresar su sentir, pequeña catarsis, con respecto a Ayora: la única salida a tanta podredumbre es la educación. 

Finalmente la obra, más parecida a la vida real que a un cuento de hadas, termina como debía hacerlo: con la expulsión y escarnio de Ayora, enemigo acérrimo del pueblo, que en su infinito egoísmo intentó desplomar los sueños inocuos de un pueblo «libre y soberano» por algo tan irrisorio como la defensa de la salud en la región, ¡cuánta maldad! Se cierra la obra. 

Nos deja una sensación de dejavú que no alcanzamos a disipar. Cuando salí del teatro, me di cuenta que había llorado tres veces: esa identificación, indignación y soledad que sentí no puede quedarse sola, salí pensando en todas las veces que uno termina siendo considerado un enemigo del pueblo. Magnífica obra. Mientras caminaba, con la piel de gallina en los brazos y en el corazón, pensé en el silencio cómodo de los ecuatorianos. ¿Quién es el verdadero enemigo del pueblo?

  

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